El ruido de la fiesta se tornaba insoportable y el frenesí que parecía contagioso a mi ya no me afectaba, era inmune. Inmune a esa música monótona, inmune a esos movimientos tan prehistóricos e individualistas. Cada uno de nosotros inmerso en su propio universo... y todo para qué?
Cuestión que, aburrida y embobada, me separé de esta masa -homogenea para su heteregenoidad-, dejé mi órbita obnubilante, para sumirme en la paz externa, en pleno ojo de la tormenta. Me repliego en mí, me pierdo en mí.
Pero una vez allá, en mi tierra, en lo conocido, apareció ella. Su disfraz y su personaje lo decían todo, las palabras ya no eran necesarias, sólo su mirada penetrante bastó para que se creara una conexión y ella supiera, y yo supiera que ella pensaba saber lo que yo no quería que se sepa. Se acercó. Se sentó al lado mio.
Tomó mi mano.
Me miró de nuevo.
Sostuvo su mirada hasta que se me hizo imposible mirar para otro lado.
Bajó la mirada y mimó la palma de mi mano; despacio, tiernamente, sugestiva, hasta sensual. Pero, de repente, todo su lenguaje corporal - temporal (artificial) - se transformó. Repentinamente, todo su ser se volvió angustiante, temerosa, evasiva. Ahora, realmente, eramos ella y yo, y su mirada, esa que supo ser tan atractiva y trascendente, gritaba desesperada.
Abrió la boca, intento decir palabras que se ahogaron en la gentuza, en el ruido, en la desolación compartida. Lo vio... eso que no esperaba ver en una joven que disfrutaba el momento.
- Ya sé qué es lo que la perturba. No se preocupe, no me tiene que decir nada. Si, si, la linea de vida. Claro, está quebrada. Gracias - dije.
Me paré. Seguí bailando.
Una noche más, perdida, inmersa en la superficialidad de lo habitual, lo que mantiene vivo.
09 septiembre, 2009
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