27 junio, 2009

Mañana de Invierno

En ese banco del medio, con su inmaculado uniforme, se encontraba ella: rígida, fría, inerte... muerta.

Todo alrededor se movía en cámara rápida y sin compasión. Nadie la notó, ahí, escondida entre sus ondas castañas mientras un rayo de sol dejaba notar un tono rojizo en algunas hebras. Volaba todo de un lado al otro en vivos colores, pero ella parecía de otro tiempo; recortada de una foto antigua, ni siquiera gris, en tonos de sepia tal vez, pegada allí, en ese mundo ajeno. Quietita sobre su libro de inglés (que irónicamente denotaba la cotidianidad de ese momento que de cotidiano no tenía nada). ¿Qué harían los otros cuando la encontraran? Por de pronto sólo se podía decir que no habrían más risas, no más gritos, no más picardía. Ella estaba ida y cuando el profesor entrara y le gritara que se despierte ella no se movería. Nunca más. Allí, en ese lugar, por siempre.

Al no exhalar, ese papelito, que estaba sostenido en un extremo por el peso de la cartuchera, no se movería nuevamente con su brisa, causando ese sonido tan particular y rítmico que se supo esconder detrás de todo ese bullicio. Su último suspiro había sido un tanto dramático pero, así todo, se había perdido en el egoísmo de la sala, en la indiferencia humana. Por un segundo, un instante, sus culposos labios se tensaron... para luego ceder ante el poder de una paz absoluta que la terminó invadiendo por completo, salpicándolo todo. Dejo caer su zapatito, que hasta entonces había sido sostenido por su pie incansable, y tiró la birome que tenía con su mano derecha mientras esta colgaba del banco como una hamaca para el objeto (como si fuese un miembro desprendido, desligado, desvinculado).

Pero ahora, luego de ese instante que hizo que todo cambiara en su vida (o, mejor dicho, que hizo que se acabara su vida), todo sus miembros eran así. Sin embargo, nadie pudo notar esta gran diferencia porque, y valga la contradicción, se la veía tan viva. Una sonrisa enmarcaba su cara con sus facciones ahora tan relajadas mientras, accidentalmente y por las reglas físicas por supuesto, su brazo se movía un poco dejándola en una posición aún mas cómoda para cualquier observador que no entendiera la situación. Es decir, para cualquiera que se encontrara en el aula en ese momento.
Ahora se podía ver mas su cara, antes escondida por su brazo, mientras resaltaba la perlita que llevaba de arito, ya que justo la iluminaba la luz que entraba por la pequeña ventana.

Sol de invierno; más puro, tan preciado... penetrante, hiriente.

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